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Mostrando entradas de noviembre, 2009

Turismo hospitalario: Cancún

Hace unos años se puso de moda el turismo rural, ese en el que los urbanitas volvían a relajarse al campo para olvidar los sufrimientos de la gran ciudad. Como todo en este país, el boom y las subvenciones convirtieron a todo pichi-pata en dueño/gerente de casa rural, ya fuese en la más maravillosa de las ubicaciones naturales o en la carretera principal de un polígono industrial de cualquier ciudad dormitorio de la periferia. Y, aunque la expresión no sea quizás la más adecuada, también se está poniendo de moda el turismo solidario, aquel por el que personas del "primer mundo" pasan sus vacaciones en lugares del planeta menos favorecidos, tranquilizando sus conciencias y ayudando en lo que pueden. Pero yo, ceniza de nacimiento y pringada por vocación, practico un turismo minoritario que poco tiene que ver con los dos tipos antes mencionados o con el tradicional turismo de sol y playa de nuestro país. Yo practico el turismo hospitalario. No soy una jubilada anglosajona que de

El síndrome de Naranjito

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En 1982 España fue la sede del Mundial de Fútbol. Yo estaba a punto de cumplir 7 años y recuerdo perfectamente ese mundial, con mi padre y sus amigos en casa viendo los partidos, con el bombardeo informativo de aquellos tiempos y con lo que por aquel entonces, a comienzos de los ochenta, se entendía por merchandising a tope (quién nos ha visto y quién nos ve). La mascota de aquel mundial era Naranjito, esa fruta tan nuestra, vestida con los colores de la selección española. No recuerdo quién ganó ese mundial, no recuerdo en qué posición quedó la selección española, pero como niña que era, recuerdo perfectamente a Naranjito, sonriente, agarrando el balón con su manita (¿las naranjas tienen manos?). Lo que yo no sabía era, que semejante "bichejo" me iba a generar un trauma, que se pondría de manifiesto casi treinta años después. Naranjito personaliza el miedo a envejecer de muchas mujeres de mi generación. Me explico: Noche de sábado en el local de moda. M

Por qué Maluna dejó de vestir faldas hippies

Desde que tuve uso de razón comprendí que era una tía bastante ceniza. A los once meses ya me había abierto la cabeza de parte a parte. Todos mis juegos acababan en caídas. Mis rodillas siempre estaban llenas de costras regadas en mercromina (por cierto, el día que se descubrió que el mercuro cromo era cancerígeno, pensé: "mi sentencia de muerte es de color rojo..."). Si jugaba a matar, el balón terminaba siempre en mi cara. Si jugaba a pillar, acababa siempre por los suelos. Una vez hasta me estamparon la cabeza contra una columna en el recreo del colegio, cuando contaba hasta cien mientras mis amigas se escondían. No lo vi venir. Mi madre nunca me permitió tener unos patines, para salvarguardar lo mejor posible mi integridad física, y al menos consiguió que llegara viva a la pubertad. Y entonces al "malaje" se unió la edad del pavo. Combinación perfecta para convertirme en una paria del instituto, cuatro años con más sombras que luces, en los que solamente con las

La mala suerte II

Tener 34 años y la vida social de una ameba: eso es mala suerte. Que alguna de tus amigas se acuerde de ti y te invite a una fiesta un viernes: eso es buena suerte. Que el mismo viernes por la mañana te empiece a doler un ojo: eso es mala suerte. Que acabes en urgencias a las dos de la tarde y te extraigan un "cuerpo extraño" del ojo izquierdo: eso es mala suerte. Que el "cuerpo extraño" alojado y extraído te haya provocado una herida en la córnea: eso es mala suerte. Que te pongan un parche y te digan que no te lo puedes quitar hasta 24 horas después: eso es mala suerte. Que te la jueges y decidas acudir a la fiesta a "ojo descubierto", a riesgo de que te pase algo peor: eso es una temeridad. Que estés en la fiesta con la pupila más dilatada que un gato y todo el mundo haya decidido hacer fotos con flash: eso es mala suerte. Que a pesar de todas las molestias, después de cuatro horas rodeada de humo, flashes e impurezas en el ambiente, no se te infecte la